Puerta
Acostada pero sin dormir, Inés repasaba los sucesos del día apretando con fuerza la almohada entre sus dedos, hundiendo a medias su rostro contra ésta y con el cuerpo inclinado a su derecha. Su mirada de ojos abiertos y vigilantes no abandonaba la puerta, enfocando de reojo el oscuro umbral de la habitación. Anhelaba el sueño con desesperación, acumulando frustración con cada minuto más que se sumaba al largo e inminente insomnio. Su mente trabajaba con velocidad, repitiendo desordenadamente las imágenes del día, estrellándolas contra el fondo de sus retinas que seguían enfocadas sobre el viejo dintel de madera. La cara de Jorge, la mala película interrumpida por susurros, los reclamos de la gente, la salida accidentada del centro comercial, sus manos en sus piernas. Todo era un remolino, una mezcla caótica de imágenes que la perseguían sin descanso y ella, apretando la almohada como si con ello lograra aferrarse a algo, buscaba el sueño como quien busca la muerte.
Ya al salir de la casa sabía cuál sería su destino y empezaba a pensar que mejor hubiese sido quedarse tranquila, refugiada en algún libro o en uno de esos programas de concursos tan de moda en la televisión. Como una premonición de la típica sensación que nos embarga al final de un día funesto cuando pensamos que mejor hubiese sido llamar a la oficina y decir que una diarrea nos había desfigurado la noche y que no podríamos ir a trabajar; con esa sensación atragantada caminó rumbo al centro comercial. Tenía la mirada perdida entre la multitud de rostros que sin importar las horas inundan la calle que conecta el subterráneo con la puerta del inmenso complejo, buscando deshacerse del temor - infundado todavía - que le producía aquel encuentro. Pensaba que lo mismo han hecho otras personas, que ir a estos encuentros es algo que tarde o temprano le toca a todo el mundo y que a veces sucede bien y otras no tanto. Pero a ella le gustaba Jorge. Habían intercambiado números en una fiesta un par de semanas atrás. Lo había visto por primera vez en la universidad, pavoneándose entre sus compañeras, algunas de las cuales lo veneraban como hombre y lo tenían entre las piezas de mayor valor en la escuela de ciencias sociales. Ella sabía que, en el fondo, era afortunada de tener la oportunidad de salir con él y que sería una estúpida si le hacía caso a esa sensación y abortaba la salida a tiempo excusándose bajo un falso dolor de vientre o algún trabajo olvidado que debía entregar el lunes siguiente.
Habían transcurrido al menos 3 horas desde que se acostó. No había cenado y se negó a dar explicación a sus padres. Arropada a pesar del calor, seguía boca abajo, con la cara media hundida en la almohada a la que seguía aferrada y el ojo izquierdo abierto casi sin pestañear enfocado sin descanso sobre el umbral de la puerta. En cualquier momento entraría a hacerle preguntas y ella no sabría qué responder. Esas preguntas no suelen tener respuesta. Son seguidas con frecuencia por un largo silencio que en sí mismo constituye la respuesta más precisa. Quería llorar, pero no podía. Y eso que Jorge parecía tan buen tipo, tan simpático.
El centro comercial lucía como cualquier día de semana, de clase, de ocupaciones distintas al cine de las siete de la noche. Había chicas como ella - pensaba mientras hacía las colas de las cotufas - muchachas con caras de ansiedad, otras con caras de fastidio. Casi todas eran parejas o parejitas, como solía llamarlas él. Sabía que la palabra tenía un dejo de desprecio, una advertencia. Ella igual había decidido seguir cuando caminando hacia el metro la idea de inventar el dolor de vientre la asaltó y pensó que podía, todavía podía, salir tranquila de la situación. Pero ya era tarde, ya todo había pasado y ahí estaba ella, tirada boca abajo de cara a medio hundir en la almohada de todas las noches y la puerta ahí, amenazándola con su dintel sin luz.
Con el pasar de los minutos el sonido de los cubiertos cesó y con este la tibia e insípida conversación de todas las noches. Le seguirían el sonido del lavaplatos y la loza lavándose, el charrasqueo de su encendedor y la lenta exhalación de humo. Sus ojos seguían vigilando el umbral, sus brazos apretando la almohada, mientras rogaba que aquel cigarrillo que lo mantenía lejos de su puerta no se apagara nunca.
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